El meridiano y el Día de los horarios: Hay que cambiar los usos antes de cambiar el huso


Unos señores de ARHOE, esa asociación cuyo nombre a mi me suena a Ivanhoe y que está embarcada en la épica tarea de cambiar los horarios españoles, me han mandado un correo en el que me piden, a una servidora y a todo el que se quiera apuntar, que este domingo, 30 marzo, coincidiendo con el sempiterno cambio al horario de verano, les acompañemos entre las 10:00 y las 12:30 h, bajo el reloj de la madrileña Puerta del Sol.






Nos citan en este lugar emblemático, donde Ramón García se ponía la capa cada Nochevieja, para reivindicar públicamente que España adopte el huso horario del Meridiano de Greenwich, el que le corresponde por situación geográfica, y abandone el de Berlín, horario que rige a España desde el 2 de mayo de 1942. Con el citado acto y la firma de un Manifiesto sobre el Día de los Horarios pretenden sensibilizar a la sociedad española sobre la importancia, la trascendencia, la necesidad y la urgencia de un mejor uso del tiempo y unos horarios racionales normalizados con los de los demás países de la Unión Europea.


Hasta aquí no me parece mal la propuesta. Pondríamos así fin, después de casi 40 años de democracia, a una de las absurdas herencias franquistas que mantenemos desde que Don Francisco decidió él solito, como tantas otras cosas, que España tenía que tener el huso horario de Berlín. Además, dicen que con el cambio ganaríamos en calidad de vida al acompasar nuestro ritmo diario a la hora solar y sería más fácil conciliar familia y trabajo. Visto así, a mí, que siempre he sido un tanto brit y un poco mod, me haría más ilusión guiarme por el Big Ben que por el reloj de pulsera de la Merkel.



Sin embargo, soy consciente de que solo con retrasar los relojes no basta si seguimos manteniendo los mismos hábitos de jornadas laborales eternas, cenas que casi son desayunos y pocas horas de sueño. Además, reconozco que me encantan esas largas tardes de verano en las que da tiempo a todo y me deprimo cuando el final del otoño marca el toque de queda antes de las seis de la tarde.



Antes de retornar a Greenwich tenemos asignaturas pendientes que resolver como, por ejemplo, el adelanto del prime time televisivo. Si nos pusieran las aventuras y desventuras de los Alcántara más tempranito los adultos ganaríamos una hora de sueño y nos iríamos a la cama con la satisfacción de haber visto a Doña Herminia decir cincuenta veces “Ay, señor, señor” sin temor a las ojeras de la mañana siguiente. Aunque aún más sangrante me parece la política de la programación infantil. Debería ser delito que un programa como La Voz Kids termine su emisión pasadas las once de la noche y penado con cárcel que cuando llegan las navidades o la Semana Santa las pelis de dibujos animados las pongan a partir de las 22:30.




Queda mucho camino por recorrer, hay que cambiar mentalidades, conseguir que haya más jornadas intensivas que dejen tiempo para estar con nuestros hijos y que los comercios cierren antes. Vale, habrá que hacer excepciones por nuestro tórrido clima veraniego, porque la temperatura en La Castellana durante una siesta de agosto no es la misma que en Picadilly, pero se me cae el alma a los pies cuando en pleno y fresco mes de marzo veo la práctica totalidad de las tiendas del centro de muchas ciudades españolas cerradas de dos a cinco de la tarde ¿Tres largas horas para comer? Algo falla. Hay que cambiar los usos además de cambiar el huso.

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